viernes, 14 de abril de 2017

Meditación Viernes Santo

Tanto en el Gólgota como en Getsemaní, Dios experimenta humanamente la ausencia de Dios, el silencio de Dios, y también experimenta esa sed febril y vacía, que en la actualidad, todos nosotros bien conocemos. En el Gólgota como en Getsemaní, entre el Hijo y el Padre, entre Dios y Dios, se eleva algo así como un muro opaco, la angustia del hombre, su soledad, su desesperado orgullo y la sed de aquel que, al mismo tiempo, se aísla y muere. En el Gólgota como en Getsemaní es como si Dios tomara partido a favor del hombre y contra Dios, como si Dios fuera, paradojalmente, ateo.Pero en ese instante, para ti y para mí, para todos nosotros, por poco que se abra nuestro corazón, ese viejo, angustiado y rebelde corazón, la voluntad humana de Jesús se abandona con infinita confianza a la voluntad del Padre. En ese mismo instante, en esa obediencia soberanamente libre, queda al desnudo la tragedia de nuestra libertad. En el Huerto de los Olivos la oración de Jesús se corona con un “tú” lleno de amor, al final de la torturada y sufrida frase que termina por ser totalmente confiada: No lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Y en el Calvario, Jesús crucificado se entrega confiadamente al Padre: Padre, a tus manos entrego mi espíritu. Y terminándolo de decir, expiró.Y todo se revierte. Todo el sufrimiento y toda la desesperación humana, que se interponían entre Dios y Dios, son asumidos y como consumidos en la unidad del Padre y del Hijo: el infierno y la muerte son devorados, como una ridícula gota de odio en la concavidad de fuego de la divinidad. La muerte cambia de signo, se convierte en una etapa de una metamorfosis, las puertas del infierno se hacen trizas y la luz del Tabor allí penetra. Del corazón traspasado de Jesús, brotan el agua y la sangre, transidos por el Espíritu; el agua del bautismo y la sangre de la Eucaristía. Porque son tres los que dan testimonio: el agua, el Espíritu y la sangre, y los tres dan un testimonio unánime.De ahora en más, la Vida, la luz y el Aliento provienen no de un Dios exterior, extraño, como demasiado pleno y demasiado pesado que nos aplastaría, sino de un Dios crucificado, para siempre presente en nuestro infierno interior, en ese espesor asfixiante, de horrores, de angustias en nosotros y entre nosotros, y el infierno se transforma en Iglesia. La luz de la Vida brota de este Dios ahuecado por el amor, para que el otro sea. El Inocente se deja asesinar para ofrecer la vida a los asesinos. Nadie queda excluido, puesto que Dios se nos junta en la peor de las exclusiones. ¡Más bajo y más hondo que nuestra vergüenza y nuestro desespero, no está ya la nada, sino el Crucificado cuyos brazos están siempre abiertos! Para salvarnos de la nada, Dios se anonada en su locura de amor, no perdiendo su divinidad, sino mostrándonos lo que verdaderamente es una locura de amor.Tantas veces estamos tentados de abandonarnos a la desesperación, tantas otras de dejarnos caer en el vacío, disolviéndonos en la nada. Brotan entonces de nuestros labios las palabras del salmo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Y él está ahí, más cercano a nosotros que nosotros mismos. Basta que en él, con él y guiados por él susurremos, como niños extraviados: Padre, a tus manos entrego mi espíritu. ¡Y entonces una vida que sube de más allá de nuestra vida-muerta nos invade. El velo del templo se rasga, salimos de nuestras tumbas y entramos en la ciudad, resucitados![2]  
De una meditación para el Viernes Santodel trapense Christian de Chergé,“testigo de la fe”, asesinado en Argelia,junto con sus compañeros monjes

[2] O. Clement, El Crucificado tiene los brazos siempre abiertos, publicado en La Croix del 24 de marzo 1978. Traducido de www.citeaux.fr