Puedes hacer esta experiencia que a mí me ha dejado una profunda huella. Llegas a la oración, te sientas en un sitio tranquilo, ante el sagrario por ejemplo, o en tu celda, cierras los ojos y diriges tu espíritu hacia tu corazón, es decir, hacia lo más profundo de ti mismo. Entonces llama al Espíritu con gran insistencia, y luego repites despacio: “Jesús, ten misericordia de mí”. Tendrás que volver a traer tu entendimiento a las palabras, rechazando las palabras inútiles, aún las que conciernen a las cosas de Dios. De tiempo en tiempo, hacer unas pausas en silencio sin decir nada, o entrecortar tus palabras con profundos silencios. Y luego, en el momento en que menos lo pienses, en un segundo plano de tu conciencia, detrás de tu mente, mucho más allá de tus ideas y de tus sentimientos, sorprenderás que la oración está en marcha en ti. Incluso te sucederá a menudo que se te imponen luces referentes a tu vida, que te da Dios sin que tú lo sepas, o decisiones que debes tomar. Es el dulce murmullo del Espíritu que educa tu corazón y le conduce hacia la verdad eterna. (Jean Lafrance)