lunes, 7 de agosto de 2017

LA TRANSFIGURACION DEL SEÑOR

Mateo, Marcos y Lucas, nos narran, con la diferencia de algunos ligeros matices, el acontecimiento de la Transfiguración. Jesús había hablado a sus discípulos de su inminente pasión y muerte. Y para que no vacilasen en la fe, invita a tres de ellos, Pedro, Santiago y Juan, a subir con Él al monte Tabor, precisamente los tres que verían su agonía en Getsemaní.

En el Tabor les mostró el Señor su gloria y esplendor, a la vez que Moisés y Elías se aparecían hablando con Jesús. Allí se transfiguró delante de ellos. Su rostro brillaba como el sol, y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo, según precisa plásticamente el evangelista San Marcos.

Entonces intervino Pedro y dijo a Jesús: Señor, qué bien estamos aquí. Si quieres, hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pero aquello no era más que un breve episodio. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube, que decía: Éste es mi Hijo amado en quien tengo puestas todas mis complacencias. Escuchadle.

Esta voz les confortaría en el momento de la prueba. Nunca la podrían olvidar. Sobre todo Pedro, que escribirá más tarde: Esta voz traída del cielo, la oímos nosotros, estando con Él en la montaña sagrada.

La voz del Padre es apremiante. Si Jesús es el Amado en quien tiene puestas todas sus complacencias, quiere decir que sólo se complacerá el Padre en nosotros en cuanto nos parezcamos a Jesús, en cuanto le imitemos, en cuanto reflejemos su imagen, y reproduzcamos sus gestos y palabras.

Sólo se complacerá el Padre en nosotros, si escuchamos a Jesús, que es su Palabra, pues, como dice la Carta a los Hebreos, en múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres en tiempos de los profetas, pero ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y es el reflejo de su gloria.

San Juan de la Cruz comenta agudamente estas palabras: Como el Padre nos dio a su Hijo -que es una Palabra suya, que no tiene otra- todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar. Que Dios ha quedado ya como mudo, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas, ya lo ha hablado en Él todo, dándonos el todo que es su Hijo. Sería pues una desconsideración ir pidiendo a Dios nuevas revelaciones, puesto que todo nos lo tiene revelado ya en su Hijo: Éste es mi Hijo amado, en quien tengo puestas todas mis complacencias. Escuchadle.

Algunos Santos Padres aportan una curiosa interpretación a la Transfiguración. Jesús, dicen, siempre estaba transfigurado, su divinidad irradiaba siempre a través de la envoltura de la naturaleza humana, su rostro siempre estaba resplandeciente -"ese halo luminoso que despiden las almas más santas"-, pero los discípulos, enredados en problemas de preeminencias, enfrascados en pequeños detalles, mezclados entre multitudes, entretenidos en pequeñas cosas, no podían vislumbrar el brillo del rostro de Jesús.

Bastó que dejaran el espesor del valle, que subieran a la montaña, que dejaran aparte sus minúsculas preocupaciones, que se purificaran los ojos, que miraran más fijamente, sin estorbos, al rostro de Jesús, para que descubrieran el fulgor de su mirada, el rostro siempre radiante de Jesús.

Dice un autor que si el hombre mirara con frecuencia al cielo, acabarían naciéndole alas. Y otro más prosaico afirma que al que sólo mira al suelo le salen cuatro patas. Pero Dios nos dio los ojos para mirar a lo alto.